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1. Pablo Calatayud. 2. El paisaje de Moixent. 3. La vieja bodega subterránea de tinajas. 4. Respiraderos en superficie. 5. La atención al detalle es constante. 6 y 7. Fantásticas etiquetas. Fotos: Amaya Cervera.

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Celler del Roure y la singularidad de la mandó

Amaya Cervera | Miércoles 05 de Abril del 2017

La casualidad y el inconformismo han sido los grandes aliados de la evolución de Celler del Roure, un proyecto nacido en Valencia a finales de los noventa al abrigo del boom vinícola que recorría toda la Península y que dio un giro de 180 grados con la búsqueda de variedades autóctonas minoritarias y la recuperación de técnicas tradicionales de elaboración.

Pablo Calatayud realmente sabía muy poco cuando decidió entrar en el mundo del vino tras acabar sus estudios de agrónomos en Valencia. Su familia se había dedicado siempre a la industria del mueble y su principal contacto con el sector era el productor local Daniel Belda a quien compraban vino religiosamente para regalar a sus clientes. El propio Belda les aconsejó que plantaran las uvas de moda entonces (tempranillo, cabernet y merlot) y les animó a convertirse en elaboradores.

Pablo recuerda cómo se salía el vino de los depósitos en las primeras fermentaciones porque no sabían que no se deben llenar completamente los tanques. Nada más realizar sus primeros viajes a Priorat y Burdeos, y tener sus primeros contactos con productores de prestigio se dio cuenta de que su planteamiento inicial de trabajar con variedades foráneas o no adaptadas al terreno (la tempranillo pasó de 106 hectáreas en la Comunidad Valenciana en 1975 a 8.070 en 2005) estaba totalmente equivocado. 

El asesoramiento de la conocida productora de Priorat Sara Pérez les ayudó a abrir los ojos. Plantaron monastrell y empezaron a investigar en el antiguo patrimonio varietal de la zona. La respuesta la encontraron en un viticultor que cultivaba mandó para elaborar el vino que bebía en casa. “La mandó es una variedad delicada, sensible a la botrytis y de piel fina”, explica Pablo. Al final, ha resultado ser la misma uva recuperada por Torres en Cataluña, bautizada como garró y que se incluyó como tal en el Registro de Variedades Comerciales de Vid en 2011. 

Los primeros Celler del Roure

El perfil de vinos con los que Celler del Roure sale al mercado a principios de los 2000 son tintos con bastante peso de variedades foráneas, de corte potente y algo tánico. Desde el principio funcionan muy bien en el mercado local (una excelente alternativa frente a los grandes operadores del vino valenciano) e internacional. “En Valencia la gente se casa con Les Alcusses y cuando tiene que hacer un regalo recurre a Maduresa”, resume Calatayud, refiriéndose a los tintos originales de la bodega. Dicho sea de paso, Maduresa, que siempre ha llevado un porcentaje de mandó en el coupage, tiene una de las etiquetas más fascinantes del vino español, obra del diseñador Daniel Nebot: un racimo de uvas construido con insultante sencillez: los granos los dibuja el propio vidrio de la botella al agujerear una etiqueta inmaculadamente blanca.

El plantel de “autóctonas”, que se empezó a construir en gran medida a base de reinjertar sobre Tempranillo y Merlot, incluía la monastrell, la propia mandó que en los primeros años no fue muy satisfactoria (“no funcionaba bien en la barrica y la criábamos con syrah”, recuerda Pablo) y la garnacha tintorera que ahora se está limitando a los vinos de entrada de gama: “Necesitaríamos 100 ó 200 metros más de altitud para conseguir mejores resultados”, considera Calatayud. De hecho, la parte interior de la subzona de Clariano donde se encuentra Celler del Roure está claramente une escalón por debajo de la meseta central. El brusco desnivel que marca la entrada en Valencia tras dejar atrás Almansa (el reino de la tintorera a más de 700 metros de altitud en la provincia de Albacete) determina un clima y un paisaje muy diferentes.

Una bodega de tinajas y el empujón de la crisis

En el plano vinícola, el éxito sonrió desde el primer día a la familia Calatayud hasta que su pequeño plan de expansión marcó el inicio de lo que Pablo califica como “siete años amargos”. En 2006 buscaban unas 10 hectáreas de viñedo para seguir creciendo pero lo que se encontraron fue una finca de 40 hectáreas en Moixent llena de posibilidades. Por desgracia, el enorme esfuerzo de la inversión coincidió con el cambio de ciclo económico. 

En 2010 salió al mercado 16 Gallets (5 €), el “vino de la crisis”. Seguía la receta original de combinar variedades locales (monastrell, tintorera) y foráneas (cabernet, merlot), pero la situación era lo suficiente complicada como para empezar a experimentar con todo aquello que tuvieran a su alcance, incluidas las tinajas de la vieja bodega subterránea que formaba parte de la finca.

Según Pablo Calatayud, lo habitual hasta la Guerra Civil era que las fincas de la comarca hicieran su propio vino y, de hecho, todas las casas de campo solían tener sus propias tinajas. Por el tamaño de las bodegas, deduce también que la vid no era un monocultivo. “La mandó debió de ser una variedad apreciada pero delicada, que no funcionaba bien en suelos fértiles porque apiñaba el racimo”, señala. “Nosotros no nos dimos cuenta de lo buena que era hasta que empezamos a trabajarla en tinaja”.

Hay unas 100 tinajas enterradas en la antigua bodega de las que actualmente utilizan las 20 que están en mejor estado y de mayor capacidad (2.800 litros). “La tinaja nos permite mantener el frescor natural de la uva, lo que tiene sentido en zonas cálidas del sur”, señala Pablo. Por otro lado y con temperaturas que pueden alcanzar los 40 grados en verano, “las diferencias térmicas de finales de agosto y principios de septiembre solo benefician a las variedades de ciclo largo (léase monastrell, mandó y otras que están recuperando como miguel de arcos)”. 

“La mandó, además, es la única variedad que soporta una vendimia en verde o temprana y nos permite hacer vinos de 12 grados”, añade. Todo un feliz descubrimiento en una zona que se consideraría de nivel V (la más cálida) en la clasificación climática de Winkler. El resultado está en la calle desde la cosecha 2015: se llama Safrà, un vino del que se han elaborado 15.000 botellas susceptibles de incrementarse en cosechas venideras. Tiene un precio de lo más razonable (10,90 € en Lavinia) y es la última incorporación a la también reciente gama de vinos Parotet (el nombre quiere decir libélula en valenciano) construida precisamente en torno a la mandó y la crianza en tinajas. En Safrà (por azafrán) combinan una vendimia temprana y otra normal de mandó con un 10% de tintorera y 5% de monastrell. Este tinto, el de mayor porcentaje de mandó en la bodega, se expresa con notas muy frescas de tomillo y fruta roja. 

Los “parotets”

En realidad, la gama de tinajas se estrenó con el blanco Cullerot (“renacuajo” en valenciano, 9,40 € en Lavinia; otras opciones vía Wine Searcher; 50.000 botellas,) en la cosecha 2010. Se elabora con un popurrí de variedades compradas a terceros (pedro ximénez, verdil, macabeo, malvasía, tortosí, chardonnay y en ocasiones también merseguera) que fermentan en acero inoxidable y se crían seis meses en ánfora. Guiándose por el trazado original de la bodega (“hay acequias para comunicar el mosto con las tinajas”, explica Pablo), no incluyen pieles en su elaboración. “El blanco fue el vino que nos abrió los ojos –reconoce Pablo– y nos dio la idea de hacer un tinto en esta línea que se ha acabado concretando en Safrà”.

Si Vermell (70.000 botellas, 8,90 € en Lavinia; otras opciones vía Wine Searcher), la puerta de entrada de esta gama, tiene presencia mayoritaria de tintorera con algo de monastrell y con un apenas 10% de mandó, Parotet (16,90 € en Lavinia; otras opciones vía Wine Searcher, 15.000 botellas) vuelve a recuperar el protagonismo de esta variedad local en una expresión más seria y profunda que incluye un 35% de monastrell en el ensamblaje. A diferencia del Safrà no hay vendimia temprana, sino que se busca una madurez idónea partiendo, eso sí, de las zonas más frescas y elevadas a unos 550 metros de altitud. 

Los vinos de tinaja fermentan en acero inoxidable, pero desde 2015 han empezado a recuperar algunos de los lagares de piedra con que contaba la bodega; aquí suelen utilizar en torno a un 30% de racimos enteros y pisan con los pies. Las tinajas no tienen ningún revestimiento; se limitan a pintarlas con ácido tartárico. Durante la crianza los vinos se protegen con un plato de metabisulfito y se intenta cerrar lo más herméticamente posible la tapa haciendo vacío con una goma hinchable como se puede ver en este vídeo que grabamos cuando visitamos la bodega.  

Las levaduras son naturales (esto forma parte de la filosofía de trabajo de la casa desde el principio) y el cultivo ecológico certificado, aunque de momento no lo ponen en la etiqueta. La imagen de las etiquetas vuelve a ser obra de Daniel Nebot quien hace gala de su sencillez característica y ese lenguaje visual tan directo y conceptual. 

La nueva línea de trabajo también se percibe en la elaboración de Les Alcusses (8,90 € en Lavinia; otras opciones vía Wine Searcher; 100.000 botellas) y Maduresa (16,90 € en Lavinia, 20.000 botellas) con los que arrancó el proyecto de Celler del Roure. Pese a que aún se mantienen variedades internacionales como syrah, cabernet o petit verdot en el ensamblaje, el estilo de estos vinos también ha evolucionado hacía tintos más frescos, menos pesados y/o alcohólicos, y con significativamente menos extracción.

Ahora Celler del Roure vuelve a estar en expansión, ampliando sus instalaciones y creando nuevos espacios subterráneos para dar cabida a más tinajas. Parece que aguarda una racha de años buenos por delante.  

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