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1. Las manos de Jorge con una etiqueta antigua de su vino 2. Lagos abiertos de hormigón tradicionales 3. Vinos de cosechero 4. Itu coge una muestra 5. Lago de piedra de sillería en Valentín Pascual 6. Vistas desde Galbárruli Fotos: Y. O. de Arri

Rioja

¿Tienen futuro los cosecheros de Rioja?

Yolanda Ortiz de Arri | Miércoles 27 de Enero del 2021

Una parte importante de la historia de Rioja está escrita con las manos recias y rugosas de personas como Jorge González Mendieta. Viticultor de Lanciego por tradición familiar, Jorge, de 62 años, trabaja 35 hectáreas, principalmente de tempranillo y algo de viura, que dedica íntegramente a la elaboración de tintos jóvenes de maceración carbónica. Hechos con racimos enteros y sin paso por madera, la idea es conseguir vinos frescos, frutales y de consumo rápido.

González Mendieta encarna el prototipo de cosechero tradicional de Rioja Alavesa y de otros pueblos de la Sonsierra, una figura que el escritor y master en viticultura y enología Miguel Larreina, define así en su libro Rioja Alavesa en la encrucijada: “viticultores profesionales que se atrevían con la comercialización directa de su producción como vino embotellado, intentado que una pequeña parte de la plusvalía de su esfuerzo quedara en su familia y en su pueblo”.

Así empezaron nombres hoy consagrados de la región como Artadi, Abel Mendoza o Luis Cañas que ayudaron a dar fama a Laguardia, San Vicente de la Sonsierra y Villabuena, sus respectivos pueblos. Arturo de Miguel, que junto a su hermano Kike recogió el testigo de su padre, granelista hasta 1991 cuando creó Artuke, matiza la definición y añade que hay dos tipos de cosecheros: el del siglo XX y el del siglo XXI. 

“El primero es un viticultor como mi padre que trabajaba su viña, hacía su vino y esperaba a que los de Vitoria y otras localidades del País Vasco vinieran a su bodega a comprar el vino o subía él a vender a los bares”, explica Arturo, que recuerda muy bien esos viajes con su padre desde Baños de Ebro a la ciudad los sábados por la mañana en la furgoneta. “El cosechero del siglo XXI, entre los que me incluyo, hace la labor del campo igual que el del siglo pasado pero ha cambiado el modelo de negocio. Ya no esperamos a que la gente venga aquí a comprar sino que vamos por el mundo a buscar compradores que quieran y aprecien los vinos artesanos. El del siglo XX fue un modelo de éxito en los ochenta y noventa, pero por desgracia, quien no se haya transformado o vaya a hacerlo pronto, está abocado al cierre, como está ocurriendo en Villabuena, que era el paradigma de pueblo con buenos viticultores”.

Las cifras oficiales corroboran la impresión del viticultor de Baños de Ebro. En su memoria anual de 2019, el Consejo Regulador de Rioja contabilizó 234 cosecheros en toda la denominación (134 de ellos en Álava) aunque Ana Jiménez, de la Asociación de Bodegas Familiares de Rioja, teme que el número real de cosecheros en activo es aún menor ya que los productores que cierran la persiana no tienen obligación de darse de baja en el Consejo. 

No hay que remontarse mucho en el tiempo para darse cuenta de que, mientras se consolida la presencia de grupos bodegueros grandes —los famosos “40 principales” que controlan el 80% de la producción— el número de pequeños viticultores desciende de forma constante: en 2014, el Consejo cifraba en 307 los cosecheros de Rioja, de los que 169 estaban en Alava. Según Larreina, que en su libro ofrece datos de pequeñas bodegas familiares (término bajo el que incluye cosecheros que compran alguna partida de uva o tienen unas pocas barricas y que el Consejo incluye en la categoría de almacenistas o criadores), solo en Rioja Alavesa se ha pasado de 591 bodegas en 1985 a 217 en 2014.

Los cosecheros que viven de hacer vinos de año y de vender parte de su producción a otras bodegas se enfrentan a esta realidad como buenamente pueden. Con el precio de la uva en descenso, el incremento de los costes de producción y la farragosa burocracia, el tradicional txikiteo del País Vasco en caída libre —incluso antes de la pandemia— y la presión no escrita de las bodegas grandes para que industrialicen su producción, los retos para este colectivo, eminentemente masculino, son considerables. Aquí relatamos las pequeñas historias e inquietudes de un puñado de ellos en Rioja Alavesa y Rioja Alta.

Jorge González Mendieta, Lanciego

Según la definición de Arturo de Miguel, Jorge y su hermano Juan Carlos González Mendieta, de 59 años, que también trabaja en la bodega, serían cosecheros del siglo XX. Ellos usan un lenguaje más sencillo y dicen que están hechos “a la antigua usanza”.

Su padre dejó la cooperativa del pueblo para ponerse por su cuenta y hace 33 años, cuando el negocio florecía, construyeron la bodega con la última tecnología del momento: depósitos de acero inoxidable y control de frío. Jorge recuerda lo mucho que aprendió en el curso de enología que hizo en Laguardia en 1983. “Nosotros sabíamos la tradición, pero Ernesto Arbulu, un gran enólogo, nos enseñó muchas cosas, como que los vinos había que hacerlos en invierno y analizarlos todos los meses”, recuerda Jorge. 

Hoy siguen en las mismas instalaciones funcionales en Lanciego elaborando vino a granel que venden a otra bodega de la comarca, y Gonzamendi, que es como se llama su vino de año (y como le llaman a Jorge). Es un tinto honesto y agradable del que hacen unas 70.000 botellas, así como una pequeña cantidad de blanco, que Jorge reparte personalmente en los bares de Logroño y algo en Zumárraga y Vitoria. También tienen una clientela particular muy fiel que sigue viniendo a la bodega o que llama para que se lo envíen, pero los González Mendieta viven, de momento, ajenos a las nuevas tecnologías y tendencias (no tienen web ni tienda de bodega ni están abiertos al enoturismo). 


Quizás la pandemia les obligue a replantearse algunas cosas porque las ventas en la hostelería han caído en picado y tienen todavía unos 25.000 litros de vino de 2019 para vender, pero como dice Jorge mientras nos enseña un coqueto calado donde guarda una barrica para su consumo, “entre el trabajo de la viña y la bodega y que vamos con la edad para arriba, casi no llegamos. Antiguamente se decía 'mal género, buena venta'; ahora con la pandemia es al revés: buen género, mala venta”. 

La continuidad del legado familiar parece estar asegurada con Igor González Ayala, el hijo de Juan Carlos, que ya está haciendo sus propios vinos artesanos de viñas viejas familiares trabajadas en ecológico. “Gracias a él he cambiado de mentalidad y bebo de todo, incluso vinos naturales”, dice Juan Carlos, ante la mirada socarrona de Gonzamendi, que reconoce que él sigue prefiriendo su maceración carbónica. “Ya sabemos que lo que hay que buscar es la calidad. A Jorge y a mí nos cuesta tirar uva pero al final va a ser la solución”.

Mendieta Osaba, Lanciego

Unos metros más arriba de la bodega de Gonzamendi en Lanciego, su primo Juantxu Mendieta, de 47 años, está en transición hacia el cosecherismo del siglo XXI. Como tantos otros viticultores de la comarca, sus padres se decidieron a construir la bodega en 1982 pero nunca se atrevieron a comercializar sus propios vinos de maceración carbónica. Juantxu tenía claro que podían hacer algo mejor con las 13 hectáreas de viña familiar ubicadas en Lanciego, Viñaspre, Assa, Laguardia y Kripan, así que en 2005 lanzó Riolanc (de Rioja y Lanciego).

Empezó elaborando y vendiendo tintos de año pero con el paso del tiempo, los viajes, la lectura y probando otros vinos, se fue dando cuenta de que el único futuro está en la calidad y en hacer vinos más singulares. “En un viaje a Burdeos visitamos a un productor que vivía con dos hectáreas y me pregunté a mí mismo: Si este hombre puede, ¿por qué no voy a poder yo?”. 

En 2016, casado ya con Carmen Osaba, californiana descendiente de padre alavés, y con dos hijas de 14 y 11 años, Juantxu cambió el nombre de su bodega a Mendieta Osaba, modernizó las etiquetas, sustituyó las cápsulas por lacres de colores y emprendió el camino para dotar de identidad propia a sus viñas y vinos. 


El maceración carbónica, que vende en hostelería y a particulares, principalmente en el País Vasco y Asturias, sigue copando la mitad de su producción total de 80.000 botellas, pero Juantxu ya se ha lanzado a hacer otros cuatro vinos más, incluidos un tempranillo de viñedos diferentes, los dos parcelarios Vascomendi, uno tinto y otro blanco con trabajo de lías de su viña Vasconegro en Lanciego y un fragante y equilibrado monovarietal de mazuelo proveniente de una parcela de 1,5 hectáreas con un guardaviñas y vistas a las ruinas del puente romano de Mantible. 

En el campo Juantxu, un tipo tranquilo y convencido de que el futuro pasa por mejorar la viticultura, no usa herbicida y trabaja parte en ecológico, aunque todavía sin certificar, pero intenta cuidar su viñedo minimizando los tratamientos.

Con el tiempo y si las cosas van bien, la idea es dejar de vender a granel, dejar de depender tanto de la hostelería nacional y ganar peso en exportación. De momento, ya vende en Rusia y tiene la esperanza de abrir los nuevos mercados que se quedaron en el tintero cuando llegó la pandemia.

Pérez-Maestresala, Villabuena

Los restos de tierra y barro en el interior del viejo Audi de Iñaki Pérez Berrueco no dejan lugar a dudas de cuál de sus dos trabajos es el que le da de comer. Además de viticultor a tiempo completo, Iñaki va por su segunda legislatura como alcalde de Villabuena de Álava y cuarta como miembro del ayuntamiento de este pueblo de gran tradición cosechera donde casi la totalidad de sus 300 habitantes viven o han vivido de la viña.

Su abuelo y su tío fundaron la bodega en 1981. Ahora llevan el negocio entre Iñaki, que desde hace 22 años se encarga de las 28 hectáreas de viña familiares; su mujer y su madre que gestionan la parte administrativa, y su hermano, que lleva la bodega y la distribución con la furgoneta por los bares de Lekeitio, su principal punto de venta, y otros puntos de Euskadi. No tienen web ni tienda online, aunque según Iñaki, han abierto un nuevo canal de venta en la puerta de la bodega gracias al Villabuena Wine Tour, una original iniciativa conjunta de varios productores del pueblo que incluye visitas a las bodegas más famosas pero también a cosecheros como Pérez Maestresala.


La bodega es la típica construcción de cosechero con un portón de metal en la planta baja y una vivienda en la parte superior donde viven los padres. En las dos plantas inferiores están los lagos y depósitos de hormigón y acero inoxidable en los que elaboran sus vinos a la manera tradicional, con raspón y un pequeño porcentaje de uva blanca, aunque hace ya 15 años que no pisan con los pies. 

A pesar del mildiu, Iñaki está muy contento con la calidad de la añada 2020, en la que recogieron 50.000 kg de uva, parte de los cuales han vendido a bodegas como Luis Cañas, Izadi o La Rioja Alta. Normalmente cogen unos 80.000 kg, pero con las dificultades para vender su vino en la hostelería a causa del Covid, se dan por satisfechos. “Otros años, para finales de enero, ya estábamos con la cosecha nueva pero ahora todavía nos queda vino de la cosecha anterior,” indica Iñaki, que teme además que haya una guerra de precios para la añada 2021.

Eguíluz, Ábalos

Aunque sus padres regentaban la carnicería y pescadería del pueblo, Javier Eguíluz recuerda que en su casa siempre se elaboró vino. “Se solía hacer un lago entre dos o tres familias. El vino de lágrima, el primero, se lo repartían entre ellos y el resto se vendía”. Entre él y sus hermanos empezaron a comprar viña en Ábalos hasta llegar a tener 30 hectáreas pero a medida que se fueron casando y teniendo sus propias familias, Javier acabó por comprar la bodega familiar, construida en 1982. Ahora el negocio lo lleva él (campo), su mujer (administración) y su hijo Israel, de 30 años, quien tras estudiar ingeniera industrial y hacer un grado superior de enología en Logroño, se encarga de la elaboración y de la comercialización.


Eguíluz no es estrictamente un cosechero tradicional. Tiene 15 hectáreas en propiedad, trabajadas con viticultura convencional, pero compra uva a familiares y vende alrededor de un 50% de su vino a granel a García Carrión. Sin embargo, sigue haciendo un vino de año amable y con buena presencia de fruta a la manera antigua, pisado con los pies y del que embotella la parte del corazón. Es su vino principal y lo vende en hostelería a través de distribuidores y algo a clientes particulares, pero el descalabro de las ventas por el virus (todavía tienen más de 30.000 litros de 2019) ha reforzado la idea de Israel de centrarse en la exportación, que es donde ve el futuro, y en hacer más vino propio reduciendo la venta de granel. 

Además del vino de año, los Eguíluz también elaboran unos 30.000 litros anuales de tempranillo criado en barricas de roble que venden como crianza y reserva en botellas etiquetadas con diseño de Calcco. Eso sí, siempre elaborado mediante la maceración carbónica, que es su gran seña de identidad.

Teodoro Ruiz Monge, San Vicente de la Sonsierra

A José Luis o Itu, como le llama todo el mundo, el vino que más le gusta es el joven, cuya uva entera sigue pisando como siempre se ha hecho, en los lagares abiertos de la bodega familiar fundada por su bisabuelo en 1870. Poco a poco va cogiendo el testigo del negocio, aunque sigue trabajando junto a su madre Isabel Bañares, a la que ha dedicado un vino, y a su padre Teodoro, que fue el primer viticultor de Rioja en embotellar sus vinos con marca propia en 1973.

El de año es el vino principal de la casa, y a él van destinadas buena parte de las uvas que cultivan en sus 10 hectáreas de viñedo propio en San Vicente, aunque también cuidan de otras 24 de su primo que luego venden.

Las cepas de los Ruiz Monge, principalmente tempranillo más algo de garnacha y viura y pequeñas partidas de mazuelo, turruntés y malvasía, tienen una media de 50 años de edad y no se tratan con herbicidas. Cuando toca injertarlas, explica Itu, lo hacen a mano y con material propio.


La maceración carbónica, de larga tradición también en San Vicente, es el único método de elaboración que se emplea en Ruiz Monge, no solo para el tinto de año sino para el resto de elaboraciones. Itu, un joven con inquietudes e ideas claras, tiene claro que hay que desterrar esa idea de que los vinos de maceración carbónica “solo pueden ser vinos de poteo; yo busco vinos longevos pero que inviten a beber, con buena fruta, poca madera y mucho terruño”. A base de selección, prueba y error, va definiendo su gama que incluye tintos como La Pacha, una mezcla de variedades en homenaje a su abuela, que le contaba historias de la parcela prefiloxérica del mismo nombre y Desniete, una garnacha de una parcela en La Cóncova, en las faldas de la sierra de Toloño, con la que ha conseguido un vino fino y elegante al sustituir acertadamente la barrica de 225 por una de 500 litros. 

Poco a poco, Itu quiere seguir dando forma a la imagen de la bodega en la que ha incorporado las visitas enoturísticas con experiencias en la viña y en la cueva que restauraron en el castillo de San Vicente. Para 2022 su idea es centrarse en abrir mercado en el extranjero sin descuidar la venta a particulares, que supone un 50% del vino de año, así como a restaurantes y vinotecas. “Lo que tengo claro es que no queremos crecer más allá de lo que yo, con la ayuda de mi primo, podamos hacer”, confiesa el bodeguero riojano.

Valentín Pascual, Cenicero

En los planes de José María Pascual no estaba hacerse cargo tan pronto de la pequeña bodega familiar en el centro de Cenicero, pero la muerte de su padre Valentín en marzo de 2020 a los 61 años no le h dejado elección.

Hasta el año pasado, José María, con estudios de químicas y enología, se encargaba de cuidar las seis hectáreas de viña en Cenicero, de echar una mano en la bodega a su padre, especialmente en vendimias, y de ayudarle a repartir el vino por los bares de Logroño. Ahora, tras un parón para sobreponerse del golpe y de vender las uvas de la cosecha 2020, José María asume a sus 32 años la responsabilidad de recoger el testigo de su padre y transformar los 70.000kg de uva anuales en un vino de maceración carbónica. También para hacer los tres vermuts de la casa, llamados Tirolés, una tradición que comenzó el abuelo de José María en 1964.


La forma de trabajar es totalmente artesanal. Pisan la uva con los pies, la fermentan en lagos abiertos de piedra, la prensan de forma manual en un trujal y almacenan el vino en unas impresionantes cubas centenarias de entre 7.000 y 10.000 litros de capacidad que reposan en tres calados unidos en la cueva familiar, cuya parte más antigua data del siglo XV. “A mis amigos cuando no querían estudiar les mandaban a podar; a mí, a limpiar las cubas,” bromea José María. 

Todo se mantiene más o menos igual que en 1885 cuando compró la bodega Felipe Lagunilla, tatarabuelo de José María, y uno de los hombres que trajeron los pies americanos a Rioja para reinjertarlos tras la filoxera. Lo que sí es nuevo son las visitas de los turistas y las jornadas del pisado que José María quiere seguir impulsando, así como las ventas a particulares y a través de la tienda online. “Mi padre se encargaba de todo; era un hombre muy carismático. Va a costar seguirle los pasos pero lo intentaré”, asegura José María.

Pérez de Urrecho, Galbárruli

Los montes Obarenes, en el extremo noroccidental de Rioja, nunca ha sido una zona tradicional de maceración carbónica pero Jesús Pérez de Urrecho decidió especializarse en este estilo de vinificación porque es el que a él más le gusta.

Su bodega es un pabellón funcional pero con unas vistas espectaculares a la sierra de la Demanda. La construyó en 2011 con depósitos de acero inoxidable y capacidad para gestionar 100.000 botellas y aunque hasta la pandemia siempre había vendido todo su vino en el año, decidió hace tiempo que no iba a crecer más. “Mi mujer Ana y yo no queremos complicarnos más la vida. Vamos a vender dos días a la semana a Logroño, un día a la semana a Miranda de Ebro y una vez al mes a Bilbao y con eso nos arreglamos bien. Me llamaron de fuera para vender pero todo el papeleo nos echó para atrás. Aquí además, la mitad de los días ni va internet”, explica Jesús, que no hace enoturismo pero sí abre las puertas de su bodega a todos los visitantes que se acercan hasta el pueblo. 


Cultiva tempranillo y viura en espaldera que empezó a plantar en 1989, cuando llegó de Logroño a Galbárruli con 18 años. “A mí siempre me ha tirado el campo y como mi padre tenía una hectárea de viña en el pueblo, me puse a estudiar un grado de enología y me instalé aquí”, añade Jesús, que ahora cultiva 13,5 hectáreas en Galbárruli, Fonzaleche y Villaseca y que utiliza solo para elaboración propia. “Antes vendía la uva a bodegas de Haro como Cvne, La Rioja Alta y Ramón Bilbao, pero en 2011 me lancé a hacer mi primera cosecha y no me arrepiento”.

Hace poco sacó un blanco joven, un estilo que cree que tiene futuro en esta zona fresca donde hasta hace poco no se hacían tintos por la falta de color.

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