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1. Eduardo Eguren. 2. La Canoca vista desde Peciña. 3. Bodega de elaboración. 4. Prensa recuperada. 5. Trofeos. 6. ¿La futura bodega? 7. El viejo calado. 8. En primeur. Fotos: A.C.

Bodega destacada

Eduardo Eguren se sumerge en el terruño de la Sonsierra con Cuentaviñas

Amaya Cervera | Lunes 04 de Diciembre del 2023

A Félix Ramírez, el abuelo materno de Eduardo Eguren, le llamaban el “peciñero” por el origen de su familia en Peciña, la pintoresca pedanía de San Vicente de la Sonsierra que se recorta sobre la Sierra de Cantabria y en la que, a principios de 2022, apenas había cuatro habitantes censados. Si su ubicación a 700 metros de altitud regala unas vistas privilegiadas sobre parajes vitícolas tan cotizados como La Canoca, la magnífica ermita románica de Santa María de la Piscina que se erige a sus pies aporta una energía especial al lugar.

Es precisamente en Peciña donde Eduardo Eguren ha encontrado la manera de ir cerrando un círculo que la muerte de su abuelo Félix abrió en 2017. Quinta generación de viticultores y productores de vino en Sierra Cantabria, había seguido los pasos que marcaba su apellido, en la estela de su abuelo paterno -y gran coleccionista de viñas- Guillermo, y del tándem formado por su padre Marcos, uno de los enólogos más reputados de España, y su tío Miguel Ángel, curtido en el área comercial y de gestión. 

Una herencia y un destino

Pero el fallecimiento de Félix puso en sus manos las tres viñas que le tocaron a su madre en herencia. Convertido de la noche a la mañana en viticultor de a pie, se vio muy pronto sumido en medio de una encrucijada. “Cuando estaba en el viñedo, pensaba en lo que había dejado de hacer en bodega y cuando estaba en bodega, me pasaba lo contrario”, explica. Por otro lado, sentía que no quedaba mucho espacio para crecer en Sierra Cantabria: “La empresa familiar está bien constituida, todo está muy bien definido; no hay cabida para una nueva generación”.

Su propia trayectoria le llevaba a un lugar diferente. Hizo sus primeras prácticas en Artadi, residió en Australia durante todo 2015 y le marcaron sus experiencias en California, en especial los refinados pinot noirs de Domaine de la Côte, la firma de Sashi Moorman and Raj Parr en Sta. Rita Hills. “Solo te abren los ojos los viajes y los intercambios de conocimiento con grandes profesionales”, afirma convencido.

En 2018, da su particular salto al vacío. Deja la empresa familiar para establecerse por su cuenta con tres tintos parcelarios: Alomado, Los Yelsones y El Tiznado, uno por cada una de las viñas heredadas de su abuelo. Obsesionado por que cada vino contara la historia de su origen, fue su mujer, Carlota González, quien le regaló el nombre del proyecto: Cuentaviñas. Luego, mientras buscaban un emplazamiento en el que asentarse, descubrieron el antiguo trujal de vino de Peciña y les pareció que tenía mucho sentido volver al lugar de partida de la rama materna de la familia. El edificio, de 1780, contaba con una prensa centenaria que han restaurado y un calado subterráneo que se convirtió en su primera sala de crianza. 

La elaboración se hacía en Ukan, bodega asesorada por Eduardo, pero desde este año ha preferido concentrarse en sus vinos. Esto le ha obligado a habilitar con urgencia, y a tiempo para la vendimia 2023, una nave en un polígono industrial a las afueras de Logroño que dista bastante del garaje que uno esperaría encontrar tras esa filosofía de vinos parcelarios. El equipo actual de Cuentaviñas de hecho, integra a cinco personas a tiempo completo, dos de ellas en campo. El proyecto cuenta ya con 11 hectáreas distribuidas en 19 parcelas, parte de familia y parte de otros propietarios. Se anuncian unas 34.000 botellas de la cosecha 2023. La gama ha crecido con un tinto en Ribera del Duero y en Rioja con una garnacha de Cordovín, el tinto Septeno y el blanco Arriscado.

De forma paralela, la presencia en Peciña ha ido creciendo con la adquisición de un edificio semiderruido de 600 metros cuadrados de planta que podría ser la futura bodega de elaboración y de un antiguo pajar en el centro del pueblo que están restaurando con gusto exquisito (Eduardo no ha parado hasta reproducir la estructura original del tejado, hecha con troncos de árboles, como muestra la foto inferior) y donde esperan instalar siete foudres de 3.000 y 1.500 litros para la crianza de segundo año, que ahora se hace en una mezcla de hormigón y barrica. En esta casa, recalca Eduardo, “no se embotella ningún vino sin que pasen dos inviernos”.


Obsesión por los suelos

Pero quizás el punto de inflexión definitivo se produjo cuando el experto es suelos Robert White, a quien Eduardo había conocido en Australia, examinó algunas calicatas de sus viñas aprovechando su asistencia a un congreso en España en 2018. “Éste es el germen real del proyecto”, recalca el elaborador riojano. “El objetivo es transmitir en los vinos las diferencias del suelo”.

Decidido a profundizar más, se alío con Carlos López de Lacalle, de Artadi, y el navarro Diego Magaña, que compatibiliza proyectos en Bierzo y Rioja, para encargar un estudio de la Sonsierra a la compañía italiana Timesis. En él se establecen ocho unidades de suelos, entre ellas, zonas de ribera, barrancos, formas subplanas, vertientes erosionadas, bloque de arenisca, etc, (ver el mapa inferior). Para Eduardo, el siguiente objetivo es profundizar aún más en la zona de San Vicente donde se encuentran todas sus viñas, sobre todo teniendo en cuenta que, según el estudio, es el único municipio de la Sonsierra en el que están presentes las ocho unidades de suelo. 


La obsesión por los suelos no es el único elemento diferencial. Eduardo Eguren tiene sus propias ideas sobre cómo gestionar el viñedo. “La maduración final de la uva”, señala, “depende del estrés hídrico. El tanino agresivo responde normalmente a una madurez fenólica incompleta. Yo busco vinos con poca carga tánica, con menos graduación y menos estructura”. En blanco apuesta por una poda tardía para mantener la acidez. En las cepas de tempranillo realiza defoliaciones tempranas durante la fase de floración para que el racimo pese menos y luego madure de manera más completa.

De tres a seis y una pica en Ribera del Duero

De la trilogía con la que empieza el proyecto, Alomado (unos 45 € en España) es el vino que más cambios ha experimentado. Las primeras añadas se apoyaban en Ribarrey, una de las viñas heredadas por el abuelo con la particularidad de tener un 20% de blanco que se trabajaba en cofermentación. Ahora se utiliza una finca más grande en el paraje de Montecillo que mantiene la particularidad de mantener una buena proporción de uva blanca. Es el vino de mayor producción de bodega (cercano ya a las 10.000 botellas en la añada 2021, la próxima que saldrá al mercado) y que resume un poco el estilo que busca Eduardo de combinar cierta tensión con la amabilidad de tanino y la personalidad que aporta el suelo en cada caso. (Las notas de cata los vinos provienen de la cata en primeur organizada por Vila Viniteca en junio de este año en Madrid y lo que puede catar en bodega de depósito y barrica).


Los Yelsones (165 €, alrededor de 2.000 botellas) procede de viña de tempranillo de casi una hectárea plantada en 1970 en el paraje de La Rad. El suelo, de sedimentación coluvial (materiales procedentes de las montañas circundantes), con entre un 50 y un 60% de roca caliza (el nombre hacer referencia al yeso en el suelo). Es un vino muy refinado en nariz, con notas florales e incluso melosas y fruta bien madura, y un paladar de elegante textura, y taninos incluso accesibles en los 2023 que probé, pero que acaba con un toque tizoso marcado en final (ver al final del artículo, la pequeña vertical que tuve la suerte de probar).


El Tiznado. El vino más caro de la bodega (puede llegar a superar los 200 €) procede de un viñedo plantado en 1923 en el paraje El Hoyo, justo debajo de La Rad. Es un suelo muy poco profundo de arena roja sobre un bloque de arenisca. Para Eduardo, la arena da más estructura y calidez. Es el vino más profundo del porfolio, con notas de fruta madura y regaliz negro, gran amplitud en boca, pero sin resultar pesado, con taninos muy envueltos y una sensación glicérica muy elegante.


Cdvn Garnacha. Elaborado por primera vez en la cosecha 2019, el germen es su buena amistad con la familia Benés de Bodegas Valcuerna, en Cordovín (Alto Najerilla) y la voluntad de poner sus viejas garnachas en el mapa. Hasta el punto de que también ha involucrado a amigos como Diego Magaña y Elías Montero (Bodegas Verum en Tomelloso, Castilla-La Mancha) para que hagan sus propias versiones de Cdvn (la forma de aludir al pueblo sin citarlo específicamente porque la actual legislación de la DOCa. solo permite elaborar vinos de pueblo si la bodega está ubicada en el municipio en cuestión). Eduardo ha optado por una vendimia temprana para quedarse por debajo de los 14% vol. y conseguir notas herbales y de fruta crujiente sin tener que vinificar con raspón. Es un tinto muy expresivo, que se vende en el entorno de 45 € y cuya producción se ha ido incrementando de las 2.400 botellas iniciales a unas 7.000 en la cosecha 2021.


Arriscado. Tras tres años de pruebas sin encontrar el punto que buscaba, en 2022 nace el primer blanco de Cuentaviñas. La viña, de viura y algo de malvasía, procede del paraje de El Llano, situado en la parte baja de San Vicente, junto al meandro de San Juan, pero con la misma estructura de suelo que La Rad, el paraje del que sale Los Yelsones. Lo que caté de depósito de 2023 tiene una acidez salvaje que luego se modera un poco con trabajo de lías en barrica. Un vino que hace salivar y con carácter de piedra seca en final de boca. De la primera añada 2022 se han comercializado 4.000 botellas en primeur

Septeno. La última incorporación al porfolio riojano, que se estrena en la cosecha 2023, procede del paraje de La Canoca, las viñas que se divisan desde Peciña. Son dos hectáreas divididas en cuatro parcelas con suelos y orientaciones diferentes a unos 630 metros de altitud, justo debajo de la “ventana del atlántico”, un desplome de tierra en la Sierra de Cantabria que deja las cepas más expuestas al aire, con el consiguiente riesgo de oídio. Otro factor climático clave es la menor exposición solar durante la fase de maduración; el sol no toca los racimos hasta las 11.00 de la mañana aproximadamente y las viñas se quedan en sombre a partir de las 17:00. Los suelos, con más limo que arcilla, y alto nivel de calcáreo, tienen mayor retención hídrica. Con Septeno, Eduardo busca hacer un vino de montaña con sensaciones herbales muy evidentes en nariz (utiliza parte de uva entera), aunque en boca hay mayor concentración frutal. Será interesante ver cómo evoluciona en los próximes meses.

El nombre hace alusión a que es el séptimo del proyecto. El sexto, que no pudimos catar porque nuestra visita se limitó a la bodega de Rioja, es el Cuentaviñas Tinto Fino de Ribera del Duero. Eduardo se fue a la Ribera para compensar el enganche que tenía con Toro (fue el encargado de poner en marcha y llevar el día a día de Teso La Monja tras la venta de Numanthia a LVMH) y descubrió un mundo muy diferente. De momento ha apostado por combinar uvas de cinco pueblos (Quintana Manvirgo, Pedrosa de Duero, Roa, Tórtoles de Esgueva y Gumiel de Mercado), todos de la provincia de Burgos. Trabaja con unas 10 hectáreas, todas viñas en alquiler y elabora en Bodegas Marta Maté.

Valor añadido

Cuatro de estos vinos, Arriscado, Los Yelsones, El Tiznado y Septeno, se venden en primeur. Las etiquetas están presentes en 22 países de Europa, América y Asia a donde viaja el 55% de producción. Los vinos de precio más elevado funcionan mejor en el extranjero; los más asequibles (aunque ninguno baja de los 44-45 €) en España. 

¿Vender caro es un arte? “He vendido mucho por el mundo, pasaba entre seis y siete meses al año viajando en la empresa familiar, y he aprendido mucho de la distribución; de hecho, muchos de los distribuidores con los que he empezado son amigos. Puedes hacer el mejor vino del mundo, pero si con conoces cómo funciona la comercialización, es difícil alcanzar el éxito”.

Pese a la juventud del proyecto, Eduardo Eguren ya ha experimentado algunas consecuencias negativas de la alta cotización de sus vinos. En 2022 sufrió un robo en un calado de San Vicente donde guardaba un pequeño histórico de sus añadas. 
Sin duda, sus objetivos son muy ambiciosos. Aún queda por ver qué le deparará esa búsqueda de viñas y la información que pueda aportar un estudio más pormenorizado de los suelos de San Vicente de la Sonsierra, tanto para Cuentaviñas como para la bodega familiar Sierra Cantabria. Eduardo, de hecho, no descarta volver en algún momento y desde 2021 tiene un puesto en su Consejo de Administración.

LOS YELSONES, 2021-2018

Fue muy interesante catar en vertical uno de los parcelarios de mayor personalidad desde la primera añada 2018, mientras Eduardo hablaba de su experiencia en la evolución de la tempranillo. “Es una variedad que cada cinco años experimenta dientes de sierra en su evolución en botella. Empieza exuberante para volverse opaca al quinto año; al sexto empieza a aparecer la fruta de segunda generación; en el décimo año hay una caída y después llegan las notas terrosas y terciarias turba, monte, guinda…”.


La juventud del proyecto no permitió apreciar tantos matices, pero sí hacer un recorrido por las ultimas añadas. A partir de 2018 la viticultura evoluciona también hacia una filosofía más respetuosa con entrada de prácticas ecológicas y biodinámicas. 

2021. Fruta roja (granada) y negra (mora), con toques humados. Sabroso en boca, con buena textura, pero con firmeza. Evoluciona a notas especiadas (pimienta) y hierbas aromáticas. Excelente acidez. Más presencia quizás de la parte frutal que mineral. Para Eduardo una añada con sensación de madurez en nariz, pero pHs bajos. Hubo algunas heladas también.

2020. Perfil más achocolatado en nariz, con mayor presencia de madera y fruta negra (mora) al fondo. Bastante madurez de fruta en el paladar, con cierta jugosidad y el toque tizoso muy presente. Para Eduardo no era un abuena botella; veía la fruta un poco más cocida y el tanino ligeramente más agresivo. Una añada cálida con una primavera lluviosa que generó problemas con el mildiu.

2019. Fue una añada de ciclo vegetativo corto, pero para Eduardo muy completa en cuanto a la sanidad de la uva, la madurez, estructura y acidez. De hecho, el vino se fue creciendo en la copa. Tiene un perfil más potente, con mucha fruta negra madura, toques tostados de la madera, balsámicos frescos de fondo. Paladar muy amplio, recuerdos de grosella, sin perder frescura y con la sensación tizosa más envuelta que en otras añadas.

2018. La añada fundacional fue fresca y de ciclo largo, con grado alcohólico más bajo también (13,5% vol.). Tiene menos estructura que el 2019 y se expresa más en clave de florales y herbales, con fruta roja expresiva en nariz (me llevo a vinos de la Sonsierra de los años 90) y notas especiadas. Fresco y tensionado en el paladar, con firmeza de tanino, quizás por tener menos centro de boca, pero con gran personalidad. Hay una cierta conexión con 2021.


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